Por Helios Ruíz
El pasado reciente de Venezuela ha sido un recordatorio constante de los desafíos que enfrenta la democracia en América Latina. La reciente toma de posesión de Nicolás Maduro para un tercer mandato presidencial, a pesar de las evidentes irregularidades en las elecciones del 28 de julio, plantea preguntas cruciales sobre el papel de la comunidad internacional en la defensa de los principios democráticos y los derechos humanos.
La oposición venezolana, liderada por el candidato Edmundo González Urrutia, presentó pruebas contundentes que evidencian que obtuvo el 67% de los votos frente al 30% de Maduro. Sin embargo, la falta de transparencia, sumada a la represión política y las irregularidades estructurales del proceso electoral, permitieron a Maduro mantenerse en el poder. Ante esta situación, los países de América Latina han mostrado posturas contrastantes: mientras que Colombia, Brasil, Chile y otros han condenado abiertamente los hechos, México se ha mantenido en una posición de neutralidad que ha generado críticas tanto dentro como fuera de la región.
La política exterior de México está históricamente basada en el principio de no intervención, un pilar de su diplomacia desde hace décadas. Sin embargo, este principio coexiste con el compromiso de promover y proteger los derechos humanos, como se establece en el artículo 89 de su Constitución. La postura neutral del gobierno mexicano respecto a las elecciones venezolanas ha sido cuestionada por no abordar de manera contundente las violaciones de derechos humanos documentadas, como detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y represión violenta de la oposición.
La comunidad internacional, incluidos organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha señalado que el régimen de Maduro intensificó la represión tras las elecciones, con un saldo de al menos 25 muertes y millas de detenciones arbitrarias. En este contexto, el silencio de México no solo parece inconsistente, sino que podría interpretarse como un respaldo implícito a un gobierno señalado por actos autoritarios.
El caso venezolano trasciende las fronteras del país. La crisis política y económica en Venezuela ya ha provocado el éxodo de más de siete millones de personas en los últimos años, convirtiéndose en una de las mayores crisis migratorias del mundo. Si, como advierten expertos y opositores, Maduro se aferra al poder por otros seis años, la región podría enfrentar una nueva ola migratoria masiva. Países como Colombia, Brasil y México serán receptores naturales de esta población en busca de estabilidad y oportunidades, lo que podría generar presiones adicionales en los sistemas de salud, educación y empleo.
México, en particular, enfrenta un dilema estratégico. Su posición como uno de los principales países de tránsito hacia Estados Unidos lo convierte en un punto crítico para millas de migrantes venezolanos que buscan una salida de la crisis. A nivel diplomático, su postura neutral también lo es en una mayoría de países de América Latina que han reconocido a González Urrutia como el presidente legítimo de Venezuela.
La neutralidad en momentos de crisis puede interpretarse como prudencia, pero también como indiferencia. En un mundo donde los derechos humanos y la democracia enfrentan amenazas crecientes, los gobiernos tienen la responsabilidad de alzar la voz en defensa de estos principios. La política exterior no debe ser solo un reflejo de intereses inmediatos, sino un compromiso con valores que trascienden las coyunturas.
México, como una de las democracias más influyentes de América Latina, tiene la oportunidad y la responsabilidad de asumir un rol más activo en la región. No se trata de intervenir en los asuntos internos de Venezuela, sino de liderar con el ejemplo al condenar violaciones a los derechos humanos y apoyar soluciones diplomáticas que promuevan elecciones libres y justas.
En última instancia, la comunidad internacional debe trabajar unida para apoyar al pueblo venezolano en su lucha por la democracia y los derechos humanos. El silencio o la ambigüedad no son opciones ante un régimen que ha demostrado desprecio por los principios más básicos de la democracia.