Conectados, pero solos: el reto de permanecer humanos en la era de las redes sociales.

Por Elliot Coen

En la era de los algoritmos y las notificaciones, pareciera que vivimos más conectados que nunca. Pero ¿conectados a qué? O mejor dicho, ¿conectados a quién? Es un interrogante que resuena en la mente de quienes, a pesar de estar en contacto con miles de personas a través de plataformas como Facebook, Instagram o Twitter, sienten un vacío profundo al enfrentarse al mundo real.

El manifiesto del 2017

En febrero de 2017, Mark Zuckerberg publicó un audaz manifiesto en el que llamaba a reconstruir una "comunidad global" a través de Facebook. Reconocía el reto: vivimos una época de trastornos sociopolíticos, de desintegración de las comunidades tradicionales, donde el propósito y el apoyo son cada vez más difíciles de encontrar. Las iglesias están vacías, los clubes locales se disuelven, las familias se dispersan, y lo que alguna vez nos sostuvo, hoy se desmorona en el aire.

La promesa era clara: si el mundo real ya no ofrecía espacios de pertenencia, Facebook llenaría ese vacío con comunidades virtuales. El sueño era tentador. Los ingenieros sociales de Silicon Valley se ofrecían a tejer las redes que, por décadas, unieron a la humanidad. “Las comunidades conectadas ayudan a promover a las desconectadas”, proclamó Zuckerberg en su discurso inaugural de la Cumbre de Comunidades en junio de ese mismo año.

Pero ¿puede una comunidad virtual sustituir el abrazo de un amigo o el aroma de una sopa caliente que alguien nos lleva cuando estamos enfermos? Aquí surge el dilema: las comunidades digitales prometen conexión, pero ¿es una conexión verdadera?

Conexión digital, desconexión real

Las redes sociales han transformado cómo nos comunicamos y entendemos el mundo. Es más fácil hablar con un primo en Washington que compartir una conversación profunda con nuestra esposa durante el desayuno. Nos sentamos frente a alguien que amamos, pero estamos absortos en la pantalla del teléfono, desplazándonos sin fin por una sucesión de imágenes cuidadosamente organizadas.

Esto no es casualidad. Las redes sociales han sido diseñadas para captar nuestra atención, manteniéndonos más interesados en el ciberespacio que en lo que ocurre a nuestro alrededor. Cada "me gusta", cada comentario y cada notificación son una pequeña dosis de dopamina que nos mantiene atados, casi adictos, a nuestros dispositivos.

El precio de perder el cuerpo

En el último siglo, la tecnología nos ha alejado de nuestros cuerpos. Ya no prestamos atención a lo que olemos, saboreamos o sentimos. Preferimos un video en YouTube a ver el atardecer desde nuestra ventana. Preferimos una conversación en WhatsApp a un encuentro cara a cara.

Esta desconexión tiene un precio. Las comunidades virtuales pueden darnos la ilusión de pertenencia, pero no pueden reemplazar la profundidad de una relación construida en el mundo real. Pueden conectar nuestras mentes, pero no nuestros cuerpos. Si estoy enfermo, mis amigos de Francia podrán escribirme mensajes alentadores, pero ninguno podrá traerme un “jambon fromage”

Una revolución incompleta

Las revoluciones digitales que han transformado el mundo –desde las "primaveras árabes" hasta los movimientos activistas– comenzaron en espacios virtuales llenos de optimismo. Pero cuando estos movimientos salieron al mundo real, chocaron con las complejidades de la sociedad: fanáticos religiosos, juntas militares, intereses políticos. La conexión digital no fue suficiente para sostenerlos.

Si Facebook y otras plataformas tecnológicas realmente quieren liderar una revolución global, deben enfrentar el reto de salvar la brecha entre lo conectado y lo desconectado. Reconocer que los humanos no son solo "animales audiovisuales" que interactúan con pantallas. Somos seres físicos, con cuerpos y emociones que necesitan el contacto real, tangible, del mundo fuera del internet.

El impacto en la participación ciudadana

Las plataformas digitales también han cambiado la forma en que los ciudadanos participan en la vida política. Por un lado, las redes sociales han democratizado la información, permitiendo que cualquier persona pueda expresar su opinión y organizarse con otros para exigir cambios sociales o políticos. Movimientos como el "Black Lives Matter" o la "Primavera Árabe" demostraron el poder de lo virtual para movilizar masas.

Sin embargo, esta participación también tiene su lado oscuro. Las redes sociales suelen fomentar debates superficiales, polarización y desinformación. La facilidad para compartir noticias falsas o el anonimato que permite la difusión de discursos de odio debilitan el debate público y erosionan la confianza en las instituciones democráticas. Además, la "participación digital" a menudo queda limitada a clics, likes y comentarios, lo que genera una falsa sensación de activismo.

Un ejemplo claro de esto es la situación que enfrenta la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) en Costa Rica. El reciente Estudio de Escucha Social que realizamos sobre la Institución revela un creciente temor ciudadano ante el deterioro acelerado de los servicios de salud. La renuncia masiva de médicos especialistas, sumada a las tensiones políticas entre el gobierno y los críticos, ha generado una crisis de confianza en la institución.

En tiempos anteriores al Internet y los teléfonos inteligentes, una situación tan grave en la CCSS seguramente habría puesto a la ciudadanía en las calles, protestando con pasión por una institución que aman. Hoy, no es el caso. A pesar de que la CCSS sufre, no hay movimiento ciudadano visible en el mundo real. ¿Será porque protestar en redes sociales se ha convertido en la válvula de escape del ciudadano moderno? La indignación virtual, aunque catártica, no se traduce en acciones concretas.

La desconfianza, alimentada por investigaciones de irregularidades y conflictos entre poderes, erosiona el apoyo ciudadano necesario para fortalecer el sistema de salud. Sin embargo, esta crisis también puede ser una oportunidad: un llamado a transformar la indignación digital en acciones concretas que impulsen el cambio. El reto es grande, pero la solución está en el equilibrio entre el uso de las plataformas virtuales y la participación activa en la vida pública.

El reto: redescubrir la humanidad

Hoy más que nunca, debemos preguntarnos: ¿qué significa estar verdaderamente conectados? Tal vez el reto no sea desconectarnos de las plataformas virtuales, sino encontrar un equilibrio. Usar la tecnología para lo que es: una herramienta, no un sustituto. Debemos redescubrir nuestras comunidades físicas, mirar a los ojos, conversar, abrazar y compartir tiempo en el mundo real.

Porque si bien el futuro promete fusionar lo digital y lo físico con dispositivos como Google Glass o tecnologías biométricas, el verdadero cambio no vendrá de un algoritmo. Vendrá de nosotros, de nuestra decisión de permanecer humanos en un mundo que intenta digitalizarnos.

La revolución más difícil no es la tecnológica. Es la revolución de volver a conectarnos con nosotros mismos, con nuestros cuerpos y con los demás.

Mientras leemos esta crónica en nuestras pantallas, quizá sea el momento de cerrar el dispositivo por un instante, mirar a nuestro alrededor y preguntarnos: ¿hace cuánto que no hablamos con alguien sin interrupciones? Tal vez sea hora de recuperar lo que realmente nos hace humanos.

Feliz navidad.



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