Tiempo de desconstruir el “Patriarcarro” | Mariana Aragón



Por: Mariana Aragón Mijangos

Imaginemos a dos amigas que se encuentran en la calle tras años de no verse. Una de ellas pregunta: “¿Cómo has estado? ¿Cómo está Toñito?” A lo que la otra responde emocionada “Muy bien gracias a Dios, amiga. Me salió muy buen muchacho, fíjate que ya terminó su carrera, está trabajando en un despacho de contadores y ya hasta se compró su carro”. 

Seguramente esta escena les suena familiar, es emotiva porque refleja el orgullo de una madre; por otro lado, es muy significativa porque refleja que hablar de modelos de movilidad más incluyentes y sostenibles, conlleva la deconstrucción de arraigados paradigmas.

Desde hace poco más de un siglo se ha relacionado al automóvil como símbolo de movilidad social, éxito y confort. Específicamente desde que Henri Ford diseñó el modelo T en 1908 como vehículo de consumo masivo y con el boom post guerra, hacerse de un carro se convirtió en parte del sueño aspiracional de la sociedad moderna, que persiste hasta nuestros días pese a que hoy sabemos que es una de las principales casusas de emisiones de CO2 en países como el nuestro, donde los esfuerzos por promover formas de movilidad no motorizada continúan siendo incipientes.

Por supuesto que esto no ha sido casual, detrás del éxito del automóvil ha habido grandes intereses económicos de los fabricantes, los proveedores de petróleo y de la industria constructora de desarrollo urbano; quienes exitosamente han logrado posicionar en el inconsciente colectivo el uso y tenencia el automóvil particular, como necesidad, gratificación al esfuerzo y como instrumento de validación. 

Hoy este paradigma del siglo XX, está llevando al borde del colapso a grandes urbes tanto de países del primer mundo como Estados Unidos y Australia, como de países en desarrollo en Asía y América Latina. Hace algunos años la Agencia de Cooperación Alemana (GIZ por sus siglas en alemán), desarrolló el “Círculo vicioso de la motorización”, donde claramente se muestra inducción intencional de la demanda de automóviles a costa de la degradación de las ciudades y por ende de la calidad de vida de las personas.

Tal modelo no ha hecho más que afianzar las desigualdades sociales. “¿Qué coche tienes?” Ha sido una de las preguntas más clasistas en sociedades desiguales. Así como nos teñimos el pelo y buscamos a toda costa aclarar la piel para no ser llamados prietos, tampoco queremos ser “gente de a pie”, porque “qué dirán”. Paradójicamente, son las sociedades más desarrolladas económicamente y en educación las primeras en poner en orden las cosas: Las calles para las personas, promoviendo movilidades no motorizadas que preservan la belleza de sus urbes y la calidad del aire. De acuerdo a la Asociación Internacional del Transporte Público (UITP) Geneva, Zurich, Copenhagen, Oslo y Chicago lideran la lista de urbes menos motorizadas.

Así también, la supremacía del automóvil afianza las desigualdades de género, por eso hablamos de patriarcarro, pues así como el Patriarcado es el sistema social que sostiene la desigualdad ente mujeres y hombres, el dominio del hombre sobre la mujer; así también el uso del automóvil (que por cierto, está altamente masculinizado), ha dominado las calles por encima de las personas peatonas, ciclistas y usuarias de transporte público, quienes son la mayoría. Un costoso e injusto absurdo.

Por todo ello, es tiempo de más ciclovías que roben espacio a las avenidas, es la hora de que las familias comiencen a reducir el uso del automóvil planificando viajes no motorizados, y por supuesto es momento de que los gobierno inviertan en urbanismo sostenible y con perspectiva de género, así como en servicios de transporte público dignos, eficientes y sostenibles. En definitiva, es tiempo de deconstruir el patriarcarro.

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